Lectura: viaje al fin de la noche
Hablamos de: novela
Autor: Louis-Ferdinand Céline
País: Francia
Trama: la alocada y divertida vida de un joven enrolado en el ejército durante la Primera Guerra Mundial. Se retira de la misma porque descubre que le asquea matar alemanes, cuando no tiene nada en contra de ellos, así que comienza su camino hacia Estados Unidos, un camino lleno de rebotes, enfermedad y revelaciones sobre lo que significa dejar de ser un niño en una sociedad que sufre las pérdidas de la guerra.
[¿A QUÉ PÚBLICO SE LE RECOMIENDA ESTA LECTURA?]
Me gustaría recomendarla para adultos, por la complejidad de la narración y porque vuela mucho entre eventos, causando confusión.
¿Qué nos dice?
La desesperación de un joven que debe conocer la vida a través de la muerte y la desgracia, haciéndose hombre mientras va en el camino. Cómo es que se forja el carácter a través de lo que vamos pasando.
Temas que trata: milicia, Primera Guerra Mundial, arrepentimiento, rechazo social, incapacidad, locura, viajes, Colonias Francesas, enfermedad, aventura, esclavitud, pobreza extrema, hurto, vida americana, vida obrera, explotación laboral, amistad, enemistad, estafa, prostitución, amor, medicina, abortos clandestinos, avaricia, asesinato, castigo, obsesión, competencia, angustia, incertidumbre, aceptación.
Dificultad de lectura:medio-alto. ¡Ocurren demasiadas cosas! No es fácil relacionarte con todos sus personajes.
¿Qué se rescata?
Es divertida. Es hilarante. Es una muestra de cómo queremos que las cosas salgan de un modo, y salen de otro, pero aún así buscamos cómo superar cada situación, sintiéndonos cómodos con nosotros mismos.
¿Qué se pierde?
Siento que hay muchos detalles que no eran tan necesarios de contar, y que hicieron la obra un tanto tediosa.
¿Qué sensación me deja?
Me gustó, pero tardé tanto en terminarla, que siento más el alivio de haber llegado al final, que la recompensa emotiva que representa. Creo que me quedé un poco a medias, tiene un final que pudo dar para más.
Personajes para recordar
Ferdinand: joven que se alista como soldado para ir a la Primera Guerra Mundial porque le parece divertido, y cae en la fiebre del momento, en la que el resto de sus amigos lo hacen, pero pronto se da cuenta que el campo fangoso le deprime, y que no le gusta matar alemanes contra los que no tiene nada. Se asquea de las balas, los cuerpos quemados y la soledad, y alega locura para ser trasferido a una unidad de cuidados especiales. Conoce a Lola, una tierna enfermera que le trata con amor por su medalla de valentía, pero que sólo espera que regrese al campo porque los hombres deben ser valientes y demostrarlo en sus acciones. Se decepciona de Francia, y desea llegar a la prometedora América, por inspiración de Lola, que era estadounidense. Conoce a Musyne, una hermosa músico a quien quiere cautivar, pero su hermosura es tan atrayente, que termina volviéndolo un poseso de su amor. Abandonado por las mujeres y el ejército, se embarca hacia África en una vieja embarcación donde los tripulantes le creían un chulo drogadicto, y le trataban mal. En África se arrepiente de su decisión: el calor vuelve a los negros malhumorados y ladrones. Las pulgas y termitas terminan con todo, y les causan cóleras que los mantienen siempre en cama: no hay agua potable, en su consultorio hay serpientes, ratas, escorpiones y murciélagos, pero trataba de tomarse las cosas con humor, y hasta hacía competencias de fiebre con sus pacientes negros. Se limpiaban con periódicos, porque nunca había papel sanitario, y las ladillas eran pan de cada día por la prostitución a la que sometían a todas las mujeres. Se da cuenta de los problemas de la población, como la desaparición de carreteras por el crecimiento excesivo de la maleza. Sólo habían conservas enlatadas para comer, y de noche los negros aullaban de locura, además de que había que acostumbrarse a las risas de las hienas. Ferdinand piensa que es peor que la guerra, aunque sus superiores lo contradicen. Su único amigo es Robinson, un reservista que conoce en la guerra (y que también quiere huir de ella). Lo reencuentra en África, y genera una especie de obsesiva esperanza con él, tratando de seguir sus pasos. Tratando de huir, enferma y los negros lo venden como esclavo a un barco con rumbo a Estados Unidos. Al llegar a Nueva York, trabaja esculcando pulgas en los inmigrantes. Piensa buscar a Lola, a la que piensa millonaria, para que lo ayude en su precaria situación. Toma el cine como pasatiempo para luchar contra la mediocridad de la pobreza. Se va a Detroit, donde tampoco sale campante de un par de empleos. Conoce a Molly, una prostituta que le quiere con sinceridad, pero que se da cuenta de lo mucho que le hace falta madurar. Se siente triste, vacío, errante, nada le emociona y no sabe qué hará con su vida. Vuelve a Francia a terminar sus estudios y pone un consultorio en una zona tan pobre de Francia, que nadie quiere pagar los servicios de un médico. Comienza a tener enormes deudas, que se da cuenta que sólo podría pagar si se dedicara a hacer abortos clandestinos. Se encariña con sus pacientes Bébert, y la anciana Henrouille, porque le saca conversación en un barrio donde todos lo toman de tonto. Robinson reaparece, pero quiere alejarse de él y atiende un dispensario para tuberculosos. Conoce a Madelon, y tiene amoríos con ella. Se siente responsable por cuidar a Robinson tras su accidente con petardos. Se reencuentra con un viejo maestro de universidad, Parapine, que lo invita a trabajar en un manicomio, donde llega a ser el encargado principal. Se da cuenta que la vida continúa, que él continúa, que todo debe fluir, y que no debe huir de cada sitio al que llega.
Robinson León: reservista durante la Primera Guerra Mundial. Conoce a Ferdinand cuando los dos están huyendo a una aldea cercana, donde los alemanes ya no van. Se quedó solo cuando a su ejército lo derribaron. Vuelve a verlo en París, donde ríen y gozan, y comienzan a tomar los mismos caminos sin estar conscientes de ello. En Estados Unidos es limpiador, y se lastima los pulmones con el olor de los químicos. Vuelve a Francia, cada vez más enfermo, y acepta ser chalán para los Henrouille, está desesperado por sobrevivir y prosperar, como Ferdinand. Tiene un fuerte accidente donde queda incapacitado por un tiempo. Se encarga de unas catacumbas donde la gente paga por ir a ver a las momias. Se enamora de la hija de la vendedora de velas de la iglesia, están comprometidos. Es cursi con ella, y le cree que es virgen y que lo espera. Le hace caso en todo, convirtiéndose en su pelele. Es un alma libre, aventurera y solitaria, que después de un tiempo se estanca y quiere algo más. Se enfrenta a la violencia de su prometida, que le causa el mayor de los dramas. Es un amigo fiel de Ferdinand, por más trabas que se encuentran en el camino.
Lola: enfermera estadounidense que conoce a Ferdinand durante su convalecencia. Aunque es bella y asediada por los demás militares, le es fiel a Ferdinand porque se enamora de su ternura y pasión. Le gustan los largos paseos, en los que escucha historias de guerra y considera a Ferdinand como un héroe. Las mujeres de su época tienden a enamorarse de la imagen falsa y valerosa de un soldado. Se decepciona cuando se da cuenta de que Ferdinand quiere desertar y hacer una nueva vida. Su nueva posición económica lo pone por encima de él, y les hará asquearse el uno del otro, y de su pasado.
Musyne: chica que toca el violín y que conoce a Ferdinand en su estancia parisina por incapacidad. Dulce y bella, atrae la atención de cada hombre que conoce. Piensa que Ferdinand sabe más que cualquiera en el mundo, pero pronto se dará cuenta que no está preparado para seguirla en su desarrollo artístico.
Molly: mujer rubia que trabaja en un burdel en Detroit, donde conoce a Ferdinand. Llega a conocerlo más allá del sexo, y le tiene compasión. Con ternura le pide que salga de su vida de obrero y busque sus verdaderas pasiones. Le propone juntar sus pesos para hacer una nueva vida juntos, pero al igual que Musyne, se dará cuenta de lo inestable que es, y de que no vale la pena hacer un gran esfuerzo.
Bébert: niño vecino del barrio donde Ferdinand pone su consultorio médico. Enfermo de pulgas y con tos permanente por el polvo, le gusta estar cerca de él y aprender de sus historias. Es cuidado por su tía, que está preocupada por su obsesión con la masturbación. La tía le consigue pacientes a Ferdinand, a cambio de una comisión (claro está). Aunque no le gustaba atender niños, llega a encariñarse con él y a obsesionarse con ayudarlo cuando enferma de tifoidea, y gracias a esta preocupación es que de nuevo se acerca a su profesor Parapine.
Familia Henrouille: compuesta por la abuela, el hijo y la nuera. Hijo y nuera son tacaños en exceso, se preocupan por el dinero que invirtieron en un hotel y ahora no quieren gastar ni un centavo más. El hijo siempre lleva la presión alta por las preocupaciones, pero su verdadero objetivo es que Ferdinand declare indispuesta a la abuela y la mande a un asilo, para que ellos puedan disponer de su cuarto. La abuela era avara, encerrada en su pieza, sin dejar que nadie entre por miedo a que le roben. Lleva tanto tiempo sin salir, que a veces piensan que está muerta. Es amenazada de muerte, y la adrenalina que le da descubrirlo, la hace salir de casa, alegrarse, y acercarse a Ferdinand. Buscará la venganza, y en ello se irán los días de su vida.
Parapine: antiguo maestro de Ferdinand en la facultad. Se reencuentran cuando le pide ayuda para curar la tifoidea de Bébert. Es soberbio y solitario, compitiendo todo el tiempo con sus colegas científicos. Acosa a las estudiantes que salen del colegio, y es despedido de un laboratorio por ello. Es encargado de los electroshocks en un manicomio, y ahí comprende más la vida y dificultades de Ferdinand.
Madelon: hija de la vendedora de velas de la iglesia. Se enamora de Robinson cuando llega a ser su vecino. Con amor y dulzura lo va guiando en su discapacidad. Tiene amoríos secretos con Ferdinand, causando un triángulo amoroso secreto en la historia. Veinte años, poca estatura, cuerpo menudito, y "senos pequeños y agradables". No le gusta que Ferdinand genere tanta influencia en su prometido, por lo que tratará de separarlos. Se siente ofendida cuando Ferdinand la humilla, y se dedica a hacerles la vida imposible con sus celos, caprichos y obsesiones, pues llega a exigir con insultos y excentricidades, que Robinson se quede a su lado, cuando ve que el interés de él decae sin razón.
Baryton: jefe del manicomio donde Ferdinand y Parapine trabajan. Le gustan las historias de viajes de Ferdinand, encontrando en ellas la esperanza para salir a hacer sus propios viajes. Desconfía de Parapine, generando momentos incómodos en el trabajo. No le gustaban las familias de sus pacientes, que le exigían mucho. Ya no confía en la juventud, así que pide clases de inglés a Ferdinand y emprende sus propios viajes.
Molly: mujer rubia que trabaja en un burdel en Detroit, donde conoce a Ferdinand. Llega a conocerlo más allá del sexo, y le tiene compasión. Con ternura le pide que salga de su vida de obrero y busque sus verdaderas pasiones. Le propone juntar sus pesos para hacer una nueva vida juntos, pero al igual que Musyne, se dará cuenta de lo inestable que es, y de que no vale la pena hacer un gran esfuerzo.
Bébert: niño vecino del barrio donde Ferdinand pone su consultorio médico. Enfermo de pulgas y con tos permanente por el polvo, le gusta estar cerca de él y aprender de sus historias. Es cuidado por su tía, que está preocupada por su obsesión con la masturbación. La tía le consigue pacientes a Ferdinand, a cambio de una comisión (claro está). Aunque no le gustaba atender niños, llega a encariñarse con él y a obsesionarse con ayudarlo cuando enferma de tifoidea, y gracias a esta preocupación es que de nuevo se acerca a su profesor Parapine.
Familia Henrouille: compuesta por la abuela, el hijo y la nuera. Hijo y nuera son tacaños en exceso, se preocupan por el dinero que invirtieron en un hotel y ahora no quieren gastar ni un centavo más. El hijo siempre lleva la presión alta por las preocupaciones, pero su verdadero objetivo es que Ferdinand declare indispuesta a la abuela y la mande a un asilo, para que ellos puedan disponer de su cuarto. La abuela era avara, encerrada en su pieza, sin dejar que nadie entre por miedo a que le roben. Lleva tanto tiempo sin salir, que a veces piensan que está muerta. Es amenazada de muerte, y la adrenalina que le da descubrirlo, la hace salir de casa, alegrarse, y acercarse a Ferdinand. Buscará la venganza, y en ello se irán los días de su vida.
Parapine: antiguo maestro de Ferdinand en la facultad. Se reencuentran cuando le pide ayuda para curar la tifoidea de Bébert. Es soberbio y solitario, compitiendo todo el tiempo con sus colegas científicos. Acosa a las estudiantes que salen del colegio, y es despedido de un laboratorio por ello. Es encargado de los electroshocks en un manicomio, y ahí comprende más la vida y dificultades de Ferdinand.
Madelon: hija de la vendedora de velas de la iglesia. Se enamora de Robinson cuando llega a ser su vecino. Con amor y dulzura lo va guiando en su discapacidad. Tiene amoríos secretos con Ferdinand, causando un triángulo amoroso secreto en la historia. Veinte años, poca estatura, cuerpo menudito, y "senos pequeños y agradables". No le gusta que Ferdinand genere tanta influencia en su prometido, por lo que tratará de separarlos. Se siente ofendida cuando Ferdinand la humilla, y se dedica a hacerles la vida imposible con sus celos, caprichos y obsesiones, pues llega a exigir con insultos y excentricidades, que Robinson se quede a su lado, cuando ve que el interés de él decae sin razón.
Baryton: jefe del manicomio donde Ferdinand y Parapine trabajan. Le gustan las historias de viajes de Ferdinand, encontrando en ellas la esperanza para salir a hacer sus propios viajes. Desconfía de Parapine, generando momentos incómodos en el trabajo. No le gustaban las familias de sus pacientes, que le exigían mucho. Ya no confía en la juventud, así que pide clases de inglés a Ferdinand y emprende sus propios viajes.
Retacitos para el librero
«¡Tienes razón, Arthur! ¡En eso tienes razón! Rencorosos y dóciles, violados, robados, destripados, y gilipollas siempre. ¡Como nosotros eran! ¡Ni que lo digas!
¡No cambiamos! Ni de calcetines, ni de amos, ni de opiniones, o tan tarde, que no vale la pena. Hemos nacido fieles, ¡ya es que reventamos de fidelidad! Soldados sin paga, héroes para todo el mundo, monosabios, palabras dolientes, somos los favoritos del Rey Miseria. ¡Nos tiene en sus manos! Cuando nos portamos mal, aprieta…
Tenemos sus dedos en torno al cuello, siempre, cosa que molesta para hablar; hemos de estar atentos, si queremos comer… Por una cosita de nada, te estrangula… Eso no
es vida…»
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¡Cómo cambia uno! Era un niño entonces y aquella cárcel me daba miedo. Es que aún no conocía a los hombres. No volveré a creer nunca lo que dicen, lo que piensan. De los hombres, y de ellos sólo, es de quien hay que tener miedo,
siempre.
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Cuando se carece de imaginación, morir es cosa de nada; cuando se tiene, morir es cosa seria.
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En ese oficio de dejarse matar, no hay que ser exigente, hay que hacer como si la vida siguiera, eso es lo más duro, esa mentira.
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La fatiga me hace parecer así; cansados todos nos parecemos un poco.
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El alma es la vanidad y el placer del cuerpo, mientras goza de buena salud, pero es también el deseo de salir de él, en cuanto se pone enfermo o las cosas salen mal. De las dos posturas, adoptas la que te resulta más agradable en el momento, ¡y se acabó!
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Y también la melancolía de las cosas de moda en el pasado la emocionaba. Cada cual llora a su modo el tiempo que pasa. Por las modas muertas advertía Lola el paso de los años.
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«¿Es verdad que te has vuelto loco, Ferdinand?», me preguntó. «¡Sí!», confesé. «Entonces, ¿te van a curar aquí?» «No se puede curar el miedo, Lola.»
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¡sobre todo no quiero que me incineren! Me gustaría que me dejaran en la tierra, pudriéndome en el cementerio, tranquilo, ahí, listo para revivir tal vez… ¡Nunca se sabe! Mientras que, si me incineraran, Lola, compréndelo, todo habría
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Cuando se carece de imaginación, morir es cosa de nada; cuando se tiene, morir es cosa seria.
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En ese oficio de dejarse matar, no hay que ser exigente, hay que hacer como si la vida siguiera, eso es lo más duro, esa mentira.
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La fatiga me hace parecer así; cansados todos nos parecemos un poco.
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El alma es la vanidad y el placer del cuerpo, mientras goza de buena salud, pero es también el deseo de salir de él, en cuanto se pone enfermo o las cosas salen mal. De las dos posturas, adoptas la que te resulta más agradable en el momento, ¡y se acabó!
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Y también la melancolía de las cosas de moda en el pasado la emocionaba. Cada cual llora a su modo el tiempo que pasa. Por las modas muertas advertía Lola el paso de los años.
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«¿Es verdad que te has vuelto loco, Ferdinand?», me preguntó. «¡Sí!», confesé. «Entonces, ¿te van a curar aquí?» «No se puede curar el miedo, Lola.»
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¡sobre todo no quiero que me incineren! Me gustaría que me dejaran en la tierra, pudriéndome en el cementerio, tranquilo, ahí, listo para revivir tal vez… ¡Nunca se sabe! Mientras que, si me incineraran, Lola, compréndelo, todo habría
terminado, para siempre… Un esqueleto, pese a todo, se parece un poco a un hombre… Está siempre más listo para revivir que unas cenizas… Con las cenizas, ¡se acabó!… ¿Qué te parece?…
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Es más difícil renunciar al amor que a la vida. Pasa uno la vida matando o adorando, en este mundo, y al mismo tiempo. «¡Te odio! ¡Te adoro!» Nos defendemos, nos mantenemos, volvemos a pasar la vida al bípedo del siglo próximo, con frenesí, a toda costa, como si fuera de lo más agradable continuarse, como si fuese a volvernos, a fin de cuentas, eternos. Deseo de abrazarse, pese a todo, igual que de rascarse.
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Perdemos la mayor parte de la juventud a fuerza de torpezas.
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«¡Ah! También lo cree usted, Bardamu, ¡no es que yo se lo diga! Mire usted, en el hombre lo bueno y lo malo se equilibran, egoísmo por una parte, altruismo por otra… En los sujetos excepcionales, más altruismo que egoísmo. ¿Eh? ¿No es así?» «Así es, profesor, exactamente así…» «Y en el sujeto excepcional, dígame, Bardamu, ¿cuál puede ser la más elevada entidad conocida que pueda estimular su altruismo y obligarlo a manifestarse indiscutiblemente?» «¡El patriotismo, profesor!»
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Cuando el odio de los hombres no entraña riesgo alguno, su estupidez se deja convencer rápido, los motivos vienen solos.
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Lo que hace falta, en el fondo, para llegar a una especie de paz con los hombres, oficiales o no, armisticios frágiles, desde luego, pero aun así preciosos, es permitirles en todas las circunstancias tenderse, repantigarse entre las jactancias necias. No hay vanidad inteligente. Es un instinto. Tampoco hay hombre que no sea ante todo vanidoso.
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Es más difícil renunciar al amor que a la vida. Pasa uno la vida matando o adorando, en este mundo, y al mismo tiempo. «¡Te odio! ¡Te adoro!» Nos defendemos, nos mantenemos, volvemos a pasar la vida al bípedo del siglo próximo, con frenesí, a toda costa, como si fuera de lo más agradable continuarse, como si fuese a volvernos, a fin de cuentas, eternos. Deseo de abrazarse, pese a todo, igual que de rascarse.
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Perdemos la mayor parte de la juventud a fuerza de torpezas.
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«¡Ah! También lo cree usted, Bardamu, ¡no es que yo se lo diga! Mire usted, en el hombre lo bueno y lo malo se equilibran, egoísmo por una parte, altruismo por otra… En los sujetos excepcionales, más altruismo que egoísmo. ¿Eh? ¿No es así?» «Así es, profesor, exactamente así…» «Y en el sujeto excepcional, dígame, Bardamu, ¿cuál puede ser la más elevada entidad conocida que pueda estimular su altruismo y obligarlo a manifestarse indiscutiblemente?» «¡El patriotismo, profesor!»
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Cuando el odio de los hombres no entraña riesgo alguno, su estupidez se deja convencer rápido, los motivos vienen solos.
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Lo que hace falta, en el fondo, para llegar a una especie de paz con los hombres, oficiales o no, armisticios frágiles, desde luego, pero aun así preciosos, es permitirles en todas las circunstancias tenderse, repantigarse entre las jactancias necias. No hay vanidad inteligente. Es un instinto. Tampoco hay hombre que no sea ante todo vanidoso.
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Así se van los hombres, a quienes, está visto, cuesta mucho hacer todo lo que les exigen: de mariposa durante la juventud y de gusano para acabar.
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Encuentras de todo en casa de tu madre, para todas las ocasiones del destino. Basta con saber escoger.
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El mundo sólo sabe matarte como un durmiente, cuando se vuelve, el mundo, hacia ti, igual que un durmiente se mata las pulgas. La verdad es que sería una muerte muy tonta, me dije, como la de todo el mundo, vamos. Confiar en los hombres es dejarse matar un poco.
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Somos, por naturaleza, tan fútiles, que sólo las distracciones pueden impedirnos de verdad morir.
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La vida de la gente sin medios no es sino un largo rechazo en un largo delirio y sólo se conoce de verdad, sólo se supera de verdad, lo que se posee.
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La guerra había quemado a unos, calentado a otros, igual que el fuego tortura o conforta, según estés dentro o delante de él.
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La miseria es gigantesca, utiliza tu cara, como una bayeta, para limpiar las basuras del mundo.
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Pero era demasiado tarde para rehacer la juventud. ¡Ya no creía en ella! En seguida te vuelves viejo y de forma irremediable. Lo notas porque has aprendido a amar tu desgracia, a tu pesar. Es la naturaleza, que es más fuerte que tú, y se acabó. Nos ensaya en un género y ya no podemos salir de él.
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En la fatiga y la soledad se manifiesta lo divino en los hombres.
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Tal vez sea eso lo que busquemos a lo largo de la vida, nada más que eso, la mayor pena posible para llegar a ser uno mismo antes de morir.
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Pocos seres, pasados los veinte años, conservan aún un poquito de ese afecto fácil, el de los animales. ¡El mundo no es lo que creíamos! ¡Y se acabó! Conque, ¡hemos cambiado de jeta! ¡Y menudo cambio! ¡Por habernos equivocado! ¡Perfectos cabrones nos volvemos en un dos por tres! ¡Eso es lo que nos queda en la cara pasados los veinte años! ¡Un error! Nuestra cara es un puro error.
---
Me parecía haber llegado al momento, a la edad tal vez, en que sabes perfectamente lo que pierdes cada hora que pasa. Pero aún no has adquirido la sabiduría necesaria para pararte en seco en el camino del tiempo, pero es que, si te detuvieras, no sabrías qué hacer tampoco, sin esa locura por avanzar que te embarga y que admiras durante toda la juventud. Ya te sientes menos orgulloso, de tu juventud, aún no te atreves a reconocerlo en público, que acaso no sea sino eso, tu juventud, el entusiasmo por envejecer.
---
Descubres en tu ridículo pasado tanta ridiculez, engaño y credulidad, que desearías acaso dejar de ser joven al instante, esperar a que se aparte, la juventud, esperar a que te adelante, verla irse, alejarse, contemplar toda tu vanidad, llevarte la mano a tu vacío, verla pasar de nuevo ante ti, y después marcharte tú, estar seguro de que se ha ido de una vez, tu juventud, y, tranquilo entonces, por tu parte, volver a pasar muy despacio al otro lado del Tiempo para ver, de verdad, cómo son la gente y las cosas.
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Los hombres se aferran a sus cochinos recuerdos, a todas sus desgracias, y no hay quien los saque de ahí. Con eso ocupan el alma.
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Mientras eres capaz aún de desempeñar un papel, tienes asegurada la felicidad.
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Así acaban nuestros secretos, en cuanto los aireamos en público. Lo único terrible en nosotros y en la tierra y en el cielo acaso es lo que aún no se ha dicho. No estaremos tranquilos hasta que no hayamos dicho todo, de una vez por todas, entonces quedaremos en silencio por fin y ya no tendremos miedo a callar.
---
El dolor se exhibe, mientras que el placer y la necesidad dan vergüenza.
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Y después, cuando empiezas a apartarte de los demás, es señal de que tienes miedo a divertirte con ellos. Es una enfermedad. Habría que saber por qué se empeña uno en no curar de la soledad.
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«De todos modos —comentaba la vieja—, aunque sea de noche, por así decir, todo el tiempo, encuentras la cama, el bolsillo y la boca, ¡y con eso basta y sobra!»
---
Durante esos ataques, llegaba a perder la esperanza de recuperar alguna vez bastante despreocupación como para poder quedarme dormido de nuevo. Así, pues, no creáis nunca de entrada en la desgracia de los hombres. Limitaos a preguntarles si aún pueden dormir… En caso de que sí, todo va bien. Con eso basta.
---
Con las palabras todas las precauciones son pocas; parecen mosquitas muertas, las palabras, no parecen peligros, desde luego, vientecillos más bien, ruiditos vocales, ni chicha ni limonada, y fáciles de recoger, en cuanto llegan a través del oído, por el enorme hastío, gris y difuso, del cerebro. No desconfiamos de las palabras y llega la desgracia. Palabras hay escondidas, entre las otras, como guijarros. No se reconocen en especial y después van, sin embargo, y te hacen temblar la vida entera, en su fuerza y en su debilidad… Entonces viene el pánico… Una avalancha… Te quedas ahí, como un ahorcado, por encima de las emociones… Una tormenta que ha llegado, que ha pasado, demasiado fuerte para uno, tan violenta, que nunca la hubiera uno imaginado sólo con sentimientos… Así, pues, todas las precauciones son pocas con las palabras, ésa es mi conclusión.
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En esos momentos es un poco violento haberse vuelto tan pobre y tan duro. Careces de casi todo lo que haría falta para ayudar a morir a alguien. Ya sólo te quedan cosas útiles para la vida de todos los días, la vida de la comodidad, la vida propia sólo, la cabronada. Has perdido la confianza por el camino. Has expulsado, ahuyentado, la piedad que te quedaba, con cuidado, hasta el fondo del cuerpo, como una píldora asquerosa. La has empujado hasta el extremo del intestino, la piedad, con la mierda. Ahí está bien, te dices.
Así se van los hombres, a quienes, está visto, cuesta mucho hacer todo lo que les exigen: de mariposa durante la juventud y de gusano para acabar.
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Encuentras de todo en casa de tu madre, para todas las ocasiones del destino. Basta con saber escoger.
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El mundo sólo sabe matarte como un durmiente, cuando se vuelve, el mundo, hacia ti, igual que un durmiente se mata las pulgas. La verdad es que sería una muerte muy tonta, me dije, como la de todo el mundo, vamos. Confiar en los hombres es dejarse matar un poco.
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Somos, por naturaleza, tan fútiles, que sólo las distracciones pueden impedirnos de verdad morir.
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La vida de la gente sin medios no es sino un largo rechazo en un largo delirio y sólo se conoce de verdad, sólo se supera de verdad, lo que se posee.
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La guerra había quemado a unos, calentado a otros, igual que el fuego tortura o conforta, según estés dentro o delante de él.
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La miseria es gigantesca, utiliza tu cara, como una bayeta, para limpiar las basuras del mundo.
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Pero era demasiado tarde para rehacer la juventud. ¡Ya no creía en ella! En seguida te vuelves viejo y de forma irremediable. Lo notas porque has aprendido a amar tu desgracia, a tu pesar. Es la naturaleza, que es más fuerte que tú, y se acabó. Nos ensaya en un género y ya no podemos salir de él.
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En la fatiga y la soledad se manifiesta lo divino en los hombres.
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Tal vez sea eso lo que busquemos a lo largo de la vida, nada más que eso, la mayor pena posible para llegar a ser uno mismo antes de morir.
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Pocos seres, pasados los veinte años, conservan aún un poquito de ese afecto fácil, el de los animales. ¡El mundo no es lo que creíamos! ¡Y se acabó! Conque, ¡hemos cambiado de jeta! ¡Y menudo cambio! ¡Por habernos equivocado! ¡Perfectos cabrones nos volvemos en un dos por tres! ¡Eso es lo que nos queda en la cara pasados los veinte años! ¡Un error! Nuestra cara es un puro error.
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Me parecía haber llegado al momento, a la edad tal vez, en que sabes perfectamente lo que pierdes cada hora que pasa. Pero aún no has adquirido la sabiduría necesaria para pararte en seco en el camino del tiempo, pero es que, si te detuvieras, no sabrías qué hacer tampoco, sin esa locura por avanzar que te embarga y que admiras durante toda la juventud. Ya te sientes menos orgulloso, de tu juventud, aún no te atreves a reconocerlo en público, que acaso no sea sino eso, tu juventud, el entusiasmo por envejecer.
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Descubres en tu ridículo pasado tanta ridiculez, engaño y credulidad, que desearías acaso dejar de ser joven al instante, esperar a que se aparte, la juventud, esperar a que te adelante, verla irse, alejarse, contemplar toda tu vanidad, llevarte la mano a tu vacío, verla pasar de nuevo ante ti, y después marcharte tú, estar seguro de que se ha ido de una vez, tu juventud, y, tranquilo entonces, por tu parte, volver a pasar muy despacio al otro lado del Tiempo para ver, de verdad, cómo son la gente y las cosas.
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Los hombres se aferran a sus cochinos recuerdos, a todas sus desgracias, y no hay quien los saque de ahí. Con eso ocupan el alma.
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Mientras eres capaz aún de desempeñar un papel, tienes asegurada la felicidad.
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Así acaban nuestros secretos, en cuanto los aireamos en público. Lo único terrible en nosotros y en la tierra y en el cielo acaso es lo que aún no se ha dicho. No estaremos tranquilos hasta que no hayamos dicho todo, de una vez por todas, entonces quedaremos en silencio por fin y ya no tendremos miedo a callar.
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El dolor se exhibe, mientras que el placer y la necesidad dan vergüenza.
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Y después, cuando empiezas a apartarte de los demás, es señal de que tienes miedo a divertirte con ellos. Es una enfermedad. Habría que saber por qué se empeña uno en no curar de la soledad.
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«De todos modos —comentaba la vieja—, aunque sea de noche, por así decir, todo el tiempo, encuentras la cama, el bolsillo y la boca, ¡y con eso basta y sobra!»
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Durante esos ataques, llegaba a perder la esperanza de recuperar alguna vez bastante despreocupación como para poder quedarme dormido de nuevo. Así, pues, no creáis nunca de entrada en la desgracia de los hombres. Limitaos a preguntarles si aún pueden dormir… En caso de que sí, todo va bien. Con eso basta.
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Con las palabras todas las precauciones son pocas; parecen mosquitas muertas, las palabras, no parecen peligros, desde luego, vientecillos más bien, ruiditos vocales, ni chicha ni limonada, y fáciles de recoger, en cuanto llegan a través del oído, por el enorme hastío, gris y difuso, del cerebro. No desconfiamos de las palabras y llega la desgracia. Palabras hay escondidas, entre las otras, como guijarros. No se reconocen en especial y después van, sin embargo, y te hacen temblar la vida entera, en su fuerza y en su debilidad… Entonces viene el pánico… Una avalancha… Te quedas ahí, como un ahorcado, por encima de las emociones… Una tormenta que ha llegado, que ha pasado, demasiado fuerte para uno, tan violenta, que nunca la hubiera uno imaginado sólo con sentimientos… Así, pues, todas las precauciones son pocas con las palabras, ésa es mi conclusión.
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En esos momentos es un poco violento haberse vuelto tan pobre y tan duro. Careces de casi todo lo que haría falta para ayudar a morir a alguien. Ya sólo te quedan cosas útiles para la vida de todos los días, la vida de la comodidad, la vida propia sólo, la cabronada. Has perdido la confianza por el camino. Has expulsado, ahuyentado, la piedad que te quedaba, con cuidado, hasta el fondo del cuerpo, como una píldora asquerosa. La has empujado hasta el extremo del intestino, la piedad, con la mierda. Ahí está bien, te dices.
** Escenas Inolvidables **
Cuando lo leas, no te las pierdas.
- El primer encuentro entre Ferdinand y Robinson
- Las Colonias Francesas y la enfermedad en cada rincón
- La fábrica de Ford, con la humillación de Ferdinand
- Los abortos clandestinos
- El barco al que invitan a Robinson, Ferdinand y Madelon
- La locura de Madelon
- Las Colonias Francesas y la enfermedad en cada rincón
- La fábrica de Ford, con la humillación de Ferdinand
- Los abortos clandestinos
- El barco al que invitan a Robinson, Ferdinand y Madelon
- La locura de Madelon
Ficha técnica.
Año: 1932
Género: novela bélica / autobiográfica
¿Real o irreal?: con tintes autobiográficos (anotados en forma de negrita en su biografía, aquí debajo).
Escribe...
Louis-Ferdinand Auguste Destouches nació en Courbevoie, Francia, el 27 de mayo de 1894. Es uno de los escritores franceses más traducidos del siglo XX. Fue hijo único, por lo que se le pudo permitir asistir a escuelas privadas y aprender idiomas en Alemania e Inglaterra. Se alistó a los 18 años en una unidad de caballería para la Primera Guerra Mundial, donde fue herido de un brazo, y volvió con dolores de cabeza permanentes. Obtuvo una medalla de honor por haber sido voluntario en la misión donde se le hirió. En 1916 fue como parte de una explotación forestal a África, donde tuvo malaria durante todo su viaje. De vuelta a París, trabaja en la revista científica Eureka, donde uno de sus colegas le inspira a estudiar medicina. Se casa con Edith Follet (hija de quien le inspiró a matricularse), madre de su hija Colette. Viajó como comisionado de higiene para la Sociedad de Naciones por países como Estados Unidos, Cuba, Canadá, Inglaterra y Suiza. Se divorcia, y vive varios años con su amante Elizabeth Craig, una estadounidense que inspira los personajes de Lola y Molly en Viaje al fin de la noche.
Tuvo su propio consultorio médico en 1927, pero al llegar a la quiebra trabajó en un dispensario.
Tiene un tercer matrimonio, mujer con la que escapa de Francia temiendo por la Segunda Guerra Mundial. En Dinamarca es arrestado (1945) por acusarlo de cooperar con la ocupación nazi en Francia, por lo que pasa un año preso. Fue declarado no grato para Francia, donde no volverá en varios años.
Murió por un aneurisma cerebral en 1961.Gracias a sus opiniones antisemitas, Francia no pudo realizar ningún homenaje post-mortem.
Tuvo su propio consultorio médico en 1927, pero al llegar a la quiebra trabajó en un dispensario.
Tiene un tercer matrimonio, mujer con la que escapa de Francia temiendo por la Segunda Guerra Mundial. En Dinamarca es arrestado (1945) por acusarlo de cooperar con la ocupación nazi en Francia, por lo que pasa un año preso. Fue declarado no grato para Francia, donde no volverá en varios años.
Murió por un aneurisma cerebral en 1961.Gracias a sus opiniones antisemitas, Francia no pudo realizar ningún homenaje post-mortem.
Obra representativa:
Viaje al fin de la noche (1932).
x ¿Lo reelerías? x
Sí, me encantó y me he preparado ya más obras que considero que suenan interesantes. Su estilo irreverente me ha cautivado.
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