Ya había leído a Semprún con su obra anterior la escritura o la vida, y le di una segunda oportunidad porque me pareció precioso su argumento de "a veces, la literatura es lo único que nos mantiene cuerdos".
Esta obra es del año 2001, y representa una parte más de sus memorias durante la Segunda Guerra Mundial y su estancia en el campo de trabajo de Buchenwald.
Esta obra es del año 2001, y representa una parte más de sus memorias durante la Segunda Guerra Mundial y su estancia en el campo de trabajo de Buchenwald.
Jorge ve alterada su "pacífica" estancia en las letrinas del campo cuando se corre el rumor de la llegada de un memo preguntando por él por parte de las SS. Kaminsky, uno de sus amigos militantes de la resistencia, se asusta con la idea de que ese memo le cueste la vida, así que planea con él la posibilidad de fingir su muerte y hacerle pasar por otra persona: un cadáver que llevará su nombre, mientras Jorge se quedará con su identidad para seguir viviendo.
Es así como Jorge conoce al francés Francois, hijo de un militar nazi que le abandona a su suerte. Se sorprende de notar que llegaron en el mismo convoy, que sus matrículas de presos son cercanas, y que incluso se les parece un poco.
Es así como Jorge conoce al francés Francois, hijo de un militar nazi que le abandona a su suerte. Se sorprende de notar que llegaron en el mismo convoy, que sus matrículas de presos son cercanas, y que incluso se les parece un poco.
Contrario a lo esperado, empieza a tener cierta relación con él: se da cuenta que los dos conocen de memoria poemas de Rimbaud y que han leído a los mismos autores, aunque Jorge tiene fascinación por Faulkner y no es compartida por sus compañeros.
Jorge cuenta recuerdos aleatorios, como el día en que un preso ruso le salvó de cargar una piedra más pesada que él en un trabajo forzoso, o sus noches leyendo en la biblioteca, o la humillación que veía en los presos que debían defecar diarrea en las letrinas frente a todos. Fue un intelectual en el campo, uno de los tantos que memorizaba literatura para sobrevivir. Entremezcla recuerdos de sus días en Buchenwald con sus días futuros, esos en los que fue reconocido por su labor literaria y filosófica, sin tratar de esconder su funesto pasado.
Jorge cuenta recuerdos aleatorios, como el día en que un preso ruso le salvó de cargar una piedra más pesada que él en un trabajo forzoso, o sus noches leyendo en la biblioteca, o la humillación que veía en los presos que debían defecar diarrea en las letrinas frente a todos. Fue un intelectual en el campo, uno de los tantos que memorizaba literatura para sobrevivir. Entremezcla recuerdos de sus días en Buchenwald con sus días futuros, esos en los que fue reconocido por su labor literaria y filosófica, sin tratar de esconder su funesto pasado.
Triste es también descubrir sus diálogos con Maurice Halbwachs, uno de sus profesores de filosofía en la Sorbona, a quien encuentra en el campo y trata de rescatar del poco ánimo que le queda por vivir.
Francois también era estudiante, era latinista, y quería escribir sobre su experiencia en el campo. De algún modo, Jorge sintió que necesitaba honrar ese deseo, porque él había sido un afortunado que había logrado sobrevivir...
Todas las historias sobre el Holocausto van dejando más y más información de lo duro que fue. Todos valen la pena como importantes testimonios, y todos aportan sabiduría. Aunque la narración sólo es de tres días de intenso estrés, a veces se hace pesada o confusa la lectura por el movimiento de los tiempos. Se requiere discreción por las escenas tan vívidas que dibuja.
La recomiendo para quienes, como yo, aman todo lo relacionado a los sobrevivientes del Holocausto, aunque no será la novela más sentimental que encontrarán.
Está
claro que el mejor testigo —en realidad, el único testigo verdadero, según los
especialistas— es el que no ha sobrevivido, el que llegó hasta el final de la
experiencia y murió en ella.
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Porque tenemos derecho a sobresaltar al lector, a cogerle a contrapelo, a obligarle a reflexionar o a reaccionar en lo más profundo de sí mismo; también se le puede dejar insensible, desde luego, no afectarle para nada, no dar en su blanco o quedarnos cortos. Pero nunca hay que desconcertarle, no tenemos derecho; nunca hay que hacer que ya no sepa dónde está, en qué camino, aunque ignore adonde le conduce tal camino.
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Si uno no quería ver fábulas en los escritos bíblicos, si quisiera atribuirles alguna realidad histórica, estaba claro que Dios, en la historia de la humanidad, no había vuelto a hablar desde el monte Sinaí. ¿Qué había, pues, de sorprendente en que continuara guardando silencio? ¿Cómo íbamos a asombrarnos, indignarnos o angustiarnos por un silencio tan habitual, tan arraigado en la Historia: tal vez incluso constitutivo de nuestra historia, a partir del momento en que ella —la Historia— dejó de ser sagrada?
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—Tu señor profesor —dice— ya no abre los ojos.
—No —le replico—, pero ve. Ve con toda claridad sin abrir los ojos.
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«Sólo una hora después de la muerte, de la cara de los hombres empieza a surgir su verdadero rostro».
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Porque tenemos derecho a sobresaltar al lector, a cogerle a contrapelo, a obligarle a reflexionar o a reaccionar en lo más profundo de sí mismo; también se le puede dejar insensible, desde luego, no afectarle para nada, no dar en su blanco o quedarnos cortos. Pero nunca hay que desconcertarle, no tenemos derecho; nunca hay que hacer que ya no sepa dónde está, en qué camino, aunque ignore adonde le conduce tal camino.
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Si uno no quería ver fábulas en los escritos bíblicos, si quisiera atribuirles alguna realidad histórica, estaba claro que Dios, en la historia de la humanidad, no había vuelto a hablar desde el monte Sinaí. ¿Qué había, pues, de sorprendente en que continuara guardando silencio? ¿Cómo íbamos a asombrarnos, indignarnos o angustiarnos por un silencio tan habitual, tan arraigado en la Historia: tal vez incluso constitutivo de nuestra historia, a partir del momento en que ella —la Historia— dejó de ser sagrada?
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—Tu señor profesor —dice— ya no abre los ojos.
—No —le replico—, pero ve. Ve con toda claridad sin abrir los ojos.
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«Sólo una hora después de la muerte, de la cara de los hombres empieza a surgir su verdadero rostro».
Jorge Semprún nació en Madrid, España, el 10 de diciembre de 1923, y murió el 7 de junio de 2011 en París, Francia. Fue escritor, político y guionista de cine. Ocupó una silla en el Ministerio de Cultura de España a finales de los ochenta. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue parte de los partisanos de la Resistencia (por ser refugiado español de la Guerra Civil). En 1943 fue denunciado y deportado al campo de concentración de Buchenwald, de donde salió como un héroe. Trabajó para la UNESCO, y fue enterrado con una bandera republicana en su ataúd.
"Las palabras de la niñez no significan sólo reencuentros con una identidad perdida, sino la apertura a un proyecto, lanzarse a la aventura del porvenir".
Lee conmigo en: https://www.lectulandia.co/book/vivire-con-su-nombre-morira-con-el-mio/
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